Años después, en 1986, de haberlos dibujado y soñado en voz alta, comenzamos a construir nuestros salones parroquiales, que incluían un teatro y una biblioteca que decidimos llamar Tito Bradsma, en recuerdo del periodista y sacerdote carmelita, muerto en un campo de concentración nazi por oponerse a la matanza de judíos, al exterminio del amor como bien común. Fuimos testarudos. No permitimos que otras manos interesadas mezclaran siquiera el cemento, ninguna otra nariz allí metida más que las nuestras. Por eso nos tardamos años.
La soberanía tiene ese costo.
¿Qué tienen para ofrecer?, recordamos que les preguntó Jesús a sus discípulos antes del prodigio de la multiplicación. Y nosotros respondimos: podemos hacer empanadas, y recoger botellas de vidrio, y periódicos, cartones, hierro. Y también podemos hacer bazares y rifas mensuales de enseres domésticos: una cama, un comedor, una estufa. Eso hicimos. El número ganador lo establecía el sorteo oficial de la lotería de Medellín, el último viernes de cada mes. En una ocasión el premio fue un televisor que terminó ofreciéndose varias veces porque los ganadores, sólo para que pudiera rifarse una y otra vez, se negaban a llevárselo a su casa. La suerte se multiplicaba de tanto compartirla. Y una navidad ocurrió el milagro: nuestro propio teatro estuvo terminado, y la biblioteca Tito Bradsma, llena de libros que sí aceptamos recibir de personas que no conocíamos porque, gracias a Dios, los libros rara vez suponen deudas, apenas gratitud.
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