¿Dónde estabas, María, aquella tarde, cuando Jesús quería, con sus amigos,
por vez postrera, comer la Cena, Cena de Pascua?
Cierto es que estabas, romera y peregrina, cerca del Templo,
¿como buena judía?, ¿o como la madre buena que, intuyendo el peligro, buscabas afanosa, como hacía muchos años, al pequeño perdido?
Dinos, María:
¿Verdad que tú sabías que lo buscaban?
¿Verdad que Él no sabía que lo buscabas?
¿Quién te lo reveló?
¿Acaso un ángel?
¿Volvió el Ángel Gabriel para decirte: “corre María que el Hijo está en peligro”?
¿O fue sólo tu intuición de madre?
Pero en Jerusalén andabas, ¿verdad, María? Perdona, te pregunto: aquella tarde,
¿dónde estabas María aquella tarde?
Porque de algo, seguro, sí que estamos:
si Él lo hubiera sabido, si lo hubieras hallado, con Él hubieras compartido la Cena,
o acaso, ¿te lo hubieras llevado?
¿Dónde estaba, María aquella tarde?
.....
Yo estaba, sí, y lo estaba buscando, yo lo sabía, porque una espada
comenzaba con fuerza a traspasarme el alma.
Yo lo sabía. Las madres no necesitan que les digan si el alma del hijo está agitada,
o su vida en peligro.
Y sabía dónde estaba,
sabía dónde estaba, pero yo no quería que ninguno me viera.
Bastante ya tenía mi Jesús con la pena
de estar con los amigos en la Ultima Cena, bastante ya tenía con la traición de Judas.
¡Yo le había dicho que dudara de ese hombre!
Que la última vez que pasó por mi casa
no me miró a los ojos, ni pronunció mi nombre.
Bastante ya tenía con la cruz que llegaba,
la cruz que había soñado de pequeño y cuando la pensaba,
turbado buscaba refugio acá en mi seno.
Yo estaba, sí, pero sólo quería,
sin que me viera, sin pronunciar palabra,
estar junto a la cruz cuando la lanza le rompiera el costado y a mí la espada entera me traspasara el alma.
¿Tú, qué sabías Maestro aquella tarde?
¿Sabías que María te buscaba?
¿Sabías que tu madre se escondía,
para que no la vieras conmovida y llorosa, pues sólo pretendía acompañarte,
de lejos y en silencio,
agravando su pena, sin aumentar la tuya?
Cuéntanos qué sabías:
¿sabías de su angustia,
o acaso la tuya era tan grande que no te daba campo
para pensar en ella?
Si te hubiera encontrado, o si la hubieras visto,
¿qué sentimiento te habría sobrecogido?
¿El temor de que a ella también le hicieran algo?
¿Aumentado tu miedo?
¿Aliviada tu angustia?
¿Vergüenza al sentirte descubierto
por ella, tan decidida y fuerte como siempre,
y tú tan decidido pero también tan frágil?
Y una pregunta más, Maestro:
¿La hubieras invitado?, ¿era cosa de hombres?
La que estuvo contigo en tantas Pascuas,
¿no podía acompañarte en la Ultima Cena?
.....
Yo todo lo sabía, casi todo.
Que la terrible hora había llegado. Sabía de la traición:
el beso de Judas me quemaba,
por el Gólgota había paseado.
Había contemplado el lugar del patíbulo, y había repasado muchas veces
ese discurso largo para la despedida.
Y entre los tantos gestos para mostrarse humildes,
pensé en las ocasiones que mi madre,
lavándome los pies, me los besaba.
Sabía exactamente lo que es sentir el miedo y el sentirse cansado.
Sabía que en unas horas todo habría terminado,
sabía que mi Padre no cambiaría el designio,
y estaba, sí, agitado. ¡Y enormemente triste!
Yo todo lo sabía, casi todo. Sabía de soledad, de desaliento,
y en la agonía de este último envión me sostenía la confianza en mi Padre
y el recuerdo de mi madre María.
Que ella me pensaba, ¡lo sabía!
Que me extrañaba, ¡lo sabía!
Que me esperaba. ¿Cuándo no me esperaba? ¡Lo sabía!
Y si quieren saberlo, ¡no la hubiera invitado!
¿Quién invita a la muerte?
Pero que me buscaba entonces, ¡no lo sabía!
Que no quería mostrarse, ¡no lo sabía!
Que no quería que yo la viera, ¡no lo sabía!
Pero, por otra parte, yo la sentía conmigo,
la sentía presente, preparando la mesa
y esperando a que entregara el cuerpo como ella lo había hecho,
como me había enseñado cuando dijo que sí y fue toda de Dios
y toda nuestra,
cuando me dio su cuerpo para que yo pudiera
ser el “Dios con nosotros”:
¡Mi madre sí que estaba en la Cena!
Y ustedes, discípulos, ¿qué hacían?
¿Qué hacían aquella tarde?
¿Intuían, más allá de la fiesta, la tragedia cercana?
¿La cara del Maestro era la misma? ¿De veras la miraban?
Era la vez primera que celebraban juntos a la sombra del Templo, en la Jerusalén de las promesas, la capital sagrada,
¿por sus mentes pasaba que esa Cena, era la Ultima Cena?
¿O era mejor libar y el no ser inculpados de traidores?
¿Verdad que no entendían las palabras ni el signo?
¿Verdad que nunca dieron importancia al discurso de cruces
y de muertes y de resurrecciones?
¿Verdad que, en el camino de Jesús a la muerte,
ustedes discutían quién sería el primero?
¿Verdad que en esa Cena comieron y bebieron,
pero sin entender y embotados de vino,
en vez de orar con Jesús en la hora del huerto, bien pronto se durmieron?
¿Verdad que se escondieron?
¿Verdad que las promesas de seguirlo fueron sólo palabras que las borró su miedo?
¿Pensaron en María?
Si la encontraron, ¿qué le dijeron?
.....
Todo fue cierto, sí, y arrepentidos luego lloramos.
El discurso era duro, muchos se retiraban;
y nosotros, discípulos, teníamos miedo,
miedo de preguntar; sólo sabíamos que Él era bueno, y era tan bueno con el Maestro estar.
Nos sentíamos grandes,
con Él no éramos pobres, muchos nos envidiaban
y a nosotros el sentirnos famosos nos gustaba.
Nunca entendimos claro lo del viaje a la muerte:
Acostumbrados a sus historias y a sus parábolas,
pensamos ingenuamente que esas palabras
no eran más que otro ejemplo.
Pero el pan de esa Cena, y ese vino, quemaban.
Fuimos cobardes.
Desde la multitud callábamos. De todos sólo uno se arriesgó con María.
La vimos desde lejos y corrimos en dirección contraria. Se quedó sólo uno.
Huimos en la prueba. Avergonzados, perdida la esperanza, nos sentimos perdidos. Pero venció a la muerte
y fueron las mujeres las primeras que vieron el sepulcro vacío.
Allí estaría María.
Nosotros, poco a poco, nos fuimos transformando. El no tuvo reproches.
Con ella, con María, recibimos la fuerza de su Espíritu Santo y, convertidos,
nos hicimos testigos.
Esto es lo que hacemos y eso fue lo que hicimos.
Y de nosotros, ¿qué?
Ya sabemos la historia de la Ultima Cena:
dónde estaba María, lo que sabía el Maestro, lo que hacían los discípulos.
Y de nosotros, ¿qué?
Hoy también el Maestro está presente, porque su sacrificio fue único y por siempre.
Hoy se ha actualizado ese momento en nuestras coordenadas tan diversas,
en nuestra historia y en nuestro templo.
¿Sabemos lo que hacemos?
Si entendemos, como María la ausente, la gravedad del momento,
presurosos, acabada la Cena,
¿vamos para Getsemaní y para el Calvario?
O terminada, ¿saldremos inconscientes a dormir y a escondernos?
Se trata de arriesgar, porque el Maestro agoniza en la cruz vilipendiado,
y la dignidad que le queda es la presencia de su madre María, otras mujeres,
y del discípulo al que más quería.
Actualizar la Cena es compromiso
con los nuevos crucificados de la historia, presencia firme ante las nuevas cruces, con generosidad rayana en el martirio.
Actualizar la Cena es estar con María en actitud valiente y silenciosa,
ante el dolor, misterio de pobreza, fuente de salvación y nueva vida.
Allí estabas, María: no habría Cena sin ti. Él te sentía. Tu presencia, más real que la de todos los discípulos, fue la fuerza ejemplar que sostenía al próximo a morir. Tú bebiste del cáliz, con Él, gota por gota.
Tú que le diste cuerpo de tu vientre, en tu regazo volviste a recibirlo,
hoy hecho muerte, y tres días después:
¡Resurrecciones!
Fr. Pedro Arenas, O. Carm.
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