Comienzo a escribir esta homilía, hoy lunes 11 de Agosto, después de conocer la noticia de la muerte, asesinato, del Senador y aspirante a la Presidencia, Miguel Uribe Turbay, y de oír por varias horas por los medios tradicionales las reacciones de muchos actores políticos de nuestra actual situación, todos, los de acá y los de acullá, los de las dos orillas, muy seguros, claros y llenos de razones en sus convicciones absolutas, inmaculadas, pero llenas de pullas.
En cierto momento hube de interrumpir la reflexión, pues entró la llamada de un amigo y ex alumno, con quien desde siempre hemos discrepado en visión social y política. Oyéndole su parecer tan distinto al mío sobre la situación tan delicada que vivimos, sólo acaté a decirle: “Hermano, si no somos capaces de abandonar la seguridad de nuestras convicciones, no hay salida”. Fue prácticamente el final de la conversación. Nos despedimos amablemente. No hubo tiempo para decirle lo que yo pensaba y quizás para comenzar el diálogo que nunca hemos podido tener.
Es vergonzoso tener que decir que nos resistimos a interpretar los acontecimientos - por dolorosos que sean - desde otra óptica que no sea la nuestra, y que esos acontecimientos en vez de cuestionarnos, nos reafirman tozudamente en nuestras convicciones. Eso es indolencia, irrespeto y ultraje a las víctimas, cuya sangre derramada se hace vana, no nos redime, sino que nos condena a seguir alimentando la polarización que acelera la espiral de violencia: “Hay que condenar a muerte a ese Jeremías que no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”, dicen los dignatarios al rey en la Primera lectura. Y eso lo dicen los unos, “hay que destriparlos” y eso lo dicen los otros, “hay que eliminarlos”. Y ahí seguimos todos, firmes y resentidos, condenando y odiando, y en nuestro caso, Dios nos perdone, cristianos que somos, “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
“¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? Desde ahora estarán divididos hasta en la propia casa”, es decir, ¿Piensan que he venido a darles la paz mientras sigan sin convertirse? Seguirán, como los perros, volviendo a sus vómitos.
Pablo dice a los Filipenses y en ellos a nosotros: “¿Puedo pedirles algo en nombre de Cristo, hablarles del amor? ¿Han recibido el Espíritu y son capaces de compasión y ternura? Entonces denme esta alegría: pónganse de acuerdo, estén unidos en el amor, con una misma alma y un mismo proyecto. No hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás. Tengan unos con otros las mismas disposiciones que estuvieron en Cristo Jesús: El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz”.
Hermanos, Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes. No sigamos haciendo inútil tanta gracia y tanta sangre. Que nuestro hermano Miguel y tantos hermanos sacrificados en este espiral de violencia, de odios, resentimientos e indolencia, del cual somos partícipes por la dureza de nuestro corazón polarizado, descansen en paz y pidan por nuestra conversión. Amén.
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