Homilía Junio 29: SAN PEDRO Y SAN PABL0
Dos caminos diferentes, dos estilos diferentes, dos ministerios diferentes, pero una misma fe y una gran honestidad.
Pedro fue llamado por Jesús desde el inicio de su ministerio, lo escuchó y lo vio actuar. Extrañado, lo contempló comiendo con pecadores, tocando leprosos y actuando el sábado con un amor y una libertad sorprendentes y, aunque no entendía su comportamiento, el amor de Jesús lo seducía y continuaba caminando con él. En un momento crítico de su misión, cuando los judíos lo acorralaban y muchos discípulos lo abandonaron, Jesús los confrontó y Pedro, en nombre de todos, confirmó su fe. “¿A quién iremos?, tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, tú tienes palabras de vida eterna”; y Jesús confirmó a Pedro: Tu eres ‘la piedra sobre la cual construiré mi Iglesia’ y le ofreció las llaves del Reino, y les advirtió: ‘Voy a Jerusalén, allí me juzgarán y me darán muerte; pero yo resucitaré’. Pedro se opuso: ‘Eso no te pasará’; y Jesús lo frenó en seco: ‘Apártate de mi Satanás, que tú no estás pensando como Dios sino como los hombres’ y continuó su camino, pero Pedro siguió con él. Ya en Jerusalén el clima se puso muy tenso y los jefes judíos dieron orden de capturar a Jesús, y él le advirtió a sus discípulos: ‘Herirán al Pastor y se dispersarán las ovejas’. Pedro, sincero hasta más no poder, le dijo: ‘aunque ellos te abandonen, yo no lo haré’, y fiel a su palabra, cuando capturaron a Jesús, lo siguió de lejos y se metió en la boca del lobo, en casa del Sumo Sacerdote, donde, a escondidas, por la noche, juzgaban y condenaban a Jesús.
Aquella noche Pedro conoció su propia cobardía: ante una criada y unos curiosos negó su amistad con Jesús y después se escondió. A este Pedro, sincero y débil, después de la resurrección Jesús le encargó: “apacienta mis ovejas” y lo único que le pidió a cambio fue su amor, “Pedro, ¿me amas?”, esa era la llave prometida por Jesús. Y con esa llave comenzó a animar la Iglesia naciente; enfrentó a las autoridades judías denunciándoles su pecado y ofreciéndoles el amor y el perdón de Dios y abrió las puertas a los gentiles que se acogían a la fe. Terminó ofreciendo su vida, muriendo crucificado con la cabeza hacia abajo.
Saulo fue un fariseo honesto y coherente; percibió a los cristianos como una secta peligrosa que, por su libertad ante las normas, podía afectar gravemente a los judíos fieles; estuvo de acuerdo con que apedrearan a Esteban, el primer mártir cristiano, y pidió autorización a los sumos sacerdotes para perseguir a los cristianos que estaban huyendo hacia Damasco. En su persecución, probablemente encontró muchos cristianos como Esteban, que morían orando por los verdugos y pidiéndole a Dios que los perdonara; veía que los cristianos confiaban profundamente en Dios, se amaban, compartían sus bienes y estaban dispuestos a sacrificarse por Cristo; y comenzó a preguntarse qué era lo malo que ellos tenían; por qué motivo perseguía a Cristo y a sus discípulos; su mente se oscureció por completo y cayó a tierra, ciego y humillado. La vista le volvió cuando Ananías, un cristiano de las comunidades perseguidas, lo buscó y al encontrarlo le dijo “Saulo, hermano”. Ese saludo de un perseguido le hizo comprender el sentido de la fe cristiana; ese amor sin barreras, que incluso ama y ora por sus victimarios.
A partir de aquel momento, Pablo se incorporó a las comunidades cristianas y se tornó en un incansable misionero, perseguido ahora por sus antiguos compañeros. Habiendo sido fariseo, comprendía muy bien la mentalidad de sus perseguidores. Ya comprendía el valor del amor gratuito de Dios y la inoperancia de una vida establecida en normas éticas y cultuales. Viajó anunciando el Evangelio a judíos y a gentiles, formando comunidades y acogiendo a todos los que se acercaban con fe.
Incomprendido por algunos hermanos de la Iglesia de Jerusalén, viajó con Bernabé para verse con los apóstoles; allí tuvieron discusiones fuertes, porque algunos cristianos querían obligar a los extranjeros creyentes a que se circuncidaran y que cumplieran la ley de Moisés. En ese viaje se conoció con Pedro y después de discutir, llegaron a la conclusión de que lo único necesario era la fe en Jesucristo, acogerlo y vivir en su amor misericordioso. Se abrieron pues las puertas de la Iglesia de un modo definitivo a todas las naciones sin obligarlos a asumir las costumbres de Israel. Algunos cristianos de mentalidad farisea no estuvieron de acuerdo con esta decisión y enviaron emisarios a muchas comunidades para desacreditar a Pablo como apóstol falso y para forzar a los extranjeros a que se circuncidaran y se sometieran a la Ley de Moisés. En esa persecución, apedrearon a Saulo, lo flagelaron, lo encarcelaron y torturaron de diversas formas, pero él continuó su misión por varios años hasta entregar su vida, decapitado en Roma, cumpliendo a plenitud la misión que le fuera encomendada.
Cada uno de nosotros tiene historias diferentes, formación diferente y nos hemos formado ideas diferentes sobre el ideal de la Iglesia, sobre el papel de las normas, de los sacramentos, de la formación de los ministros, del ejercicio de la misión, de la autoridad y de los miembros de la Iglesia; tenemos derecho a disentir, pero no tenemos derecho a atacarnos, a ofendernos, ni a desautorizarnos los unos a los otros. Como lo hicieron San Pedro y San Pablo, el criterio de comunión es el amor a Cristo, el amor a la Iglesia, a los pobres y a la misión que el Señor nos ha encomendado. Eso nos invita a la escucha, a la oración, a la meditación, a la mutua valoración, a la confrontación fraterna, al discernimiento, a la humildad, a la transparencia y al seguimiento honesto a la voluntad divina. Que la fiesta de San Pedro y San Pablo nos ayuden a mantener vivo este principio de la sinodalidad:
“Diferentes pero limpios”.
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